Emergencia climática

Artículo en Público: "Más patatas y menos granadas"

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La denominada “cosecha de hierro” es como se conoce a la temporada de arado en la región de Verdún. Tras la Primera Guerra Mundial cada año en el periodo de arado los agricultores de la zona aún desentierran proyectiles, restos de trincheras y municiones no explotadas allí donde la destrucción del ecosistema todavía permite trabajar la tierra. La batalla de Verdún, librada del 21 de febrero al 18 de diciembre de 1916, fue la más larga de la Primera Guerra Mundial. Esta trinchera enfangada que separó el frente francés del alemán, fue testigo de una lluvia de artillería y de un uso indiscriminado de gas y otras armas químicas. Se estima que murieron 300.000 soldados en una de las batallas más cruentas de la guerra. El impacto humano fue brutal, además de los muertos, miles de soldados sufrieron las consecuencias de la inhalación del gas.

Poco se habla de otro de los efectos de la, a menudo denominada, primera guerra industrializada de la historia, a pesar de que estos aún perduran para el medioambiente y el ecosistema de la región. No se trata de un impacto menor, se calcula que se tardarán por lo menos 700 años en desenterrar los residuos de esta matanza. Durante el conflicto se llegó a disparar una tonelada de explosivos por metro cuadrado en el Frente Occidental, uno de cada tres no llegó a implosionar. El territorio de la batalla de Verdún se ha convertido en la “Zona Roja” un triángulo formado por las localidades de Lille, Compiègne y Verdún, que el gobierno francés delimitó al final de la guerra como zona devastada, es decir, de imposible recuperación y en la que sería imposible la vida humana. Al menos, 1.200 kilómetros cuadrados (más de 10 veces la superficie de la ciudad de París), quedaron tan contaminados por el uso de metralla, gas y dispositivos sin explosionar que aún hoy no se permite el acceso. El suelo, quedó imposibilitado y altamente contaminado con plomo, mercurio, cloro, ácidos y productos procedentes de otros gases, en una guerra en que no existían convenciones para el control de armas químicas (en vigor a partir de 1997). De 1914 a 1918 el suelo sufrió el equivalente a 10.000 años de erosión natural.

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En general, hablamos poco del impacto que tienen las guerras para nuestro ecosistema, del que dependemos para el desarrollo de la vida y de la seguridad alimentaria de la población. Probablemente, sea debido a que los datos de la matanza entre humanos nos desbordan como para ir más allá. Sin embargo, en un contexto de emergencia climática, es imposible dejar de considerar el impacto medioambiental de las guerras.

Mantener las guerras supone un doble daño para la vida en el planeta; primero, desviamos recursos que deberían ser destinados a mantener y cuidar la vida (1,9 billones de euros en gasto militar mundial en 2021); segundo, destinamos estos recursos a la destrucción de la vida, el ecosistema y el territorio, todos ellos interrelacionados.

Así, normal que acaben ocurriendo cosas como que encontremos granadas de guerras pasadas en sacos de patatas, como ha pasado en Cádiz, Lugo y Burjassot. La situación climática pide a gritos “más patatas y menos granadas”.


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